Ateo y Estela



Había una vez un dedo gigante en una ciudad mediterránea que observaba con envidia los pasos de los habitantes de la tierra. Estaba en la copa del árbol más antiguo del mundo que medía noventa y tres mil y pico metros, una altura que condenaba al Everest a ser un ridículo montículo en el centro de Europa. “¿Europa?”, se preguntó el dedo la primera vez que oyó ese nombre, después descubrió que era una pequeñísima parte del azul cubierta por tierra. Ateo era el nombre del dedo más sabio del planeta que no tenía amigos en la tierra.
Su índice iba en busca de las personas porque le interesaban sobretodo los detalles que no se dicen pero que habitaban en el día a día de los corazones humanos. No le interesaba la apariencia física, ni las palabras que dicen los periódicos, ni los diálogos de una película de acción sino que buscaba los momentos de silencio entre las personas para conocerlas mejor. Talvez un proyecto demasiado ambicioso para un ser inanimado incapaz de presentarse. Las raíces del árbol lo tenían atado a Malta, una isla semidesierta en la que por alguna extraña razón había nacido. El dedo más sabio de la tierra quería formar parte, como los demás dedos, de un cuerpo humano pero nadie le pidió permiso para haberlo florecer como un fruto en la copa de un árbol. Ateo quería tener amigos pero no tenía boca ni brazos para gesticular y comunicarse. Pensó en las posibles formas de mantener relación con los humanos pero no encontró ninguna válida, todos se asustarían cuando un dedo gigante les señalara para ser su amigo. Ateo se conformó con conocer a las personas sin que éstas lo conocieran a él. De todas maneras, era un ser tímido. Ateo estaba triste porque con setecientos cuarenta años nunca había dado la mano a ninguna mujer ni había sentido la suavidad de unos guantes en su piel agrietada. Nadie se preocupaba por su estado de ánimo y él velaba por el de todas las personas de la tierra. Cuando el dedo quería conocer a alguien focalizaba su vista hacia la persona y cada vez el globo se iba fragmentando más hasta llegar a su destino. Un día, quiso abrazar un bebé recién hecho y pensó en una niña japonesa, tal vez porque a él le hubiera gustado ser mujer y aquella misma tarde una pareja dijo entre gemidos que el próximo viaje lo harían a Pekín. Ateo tampoco conocía la capital nipona y quiso vivir las dos experiencias en un solo día. Consiguió encontrar el hospital de Maternidad porque se dejó guiar por la intuición y se adentró en los pasillos blancos del hospital hasta que llegó a la habitación 163 donde vio nacer a Yian. Una niña llorona, vestida de un granate sucio y con una cabeza alargada por la presión que había hecho para salir del agujero de la madre. Ateo lloró cuando pudo acariciar la piel del bebé que no percibió ningún contacto extraño. Aquella noche el cielo brilló mucho. En la tierra nadie había percibido la presencia del dedo gigante porque nadie lo había descubierto jamás y aunque alguien con una vista extremadamente fina lo hubiera hecho, no lo creería y los demás harían el mínimo caso de tal rumor infundado. “Los dedos no tienen ojos, ni escuchan ni entienden, y mucho menos estás plantados en la copa más alta del árbol más viejo del mundo, así que no me cuentes tonterías” señalarían los más simpáticos. Otros se enojarían y señalarían al susodicho con el dedo índice, obligándolo a madurar: “ya es hora de que crezcas porque sino te llevarás muchos palos en esta vida”. Nadie controlaba la vista de Ateo, sólo la estrella más baja del firmamento porque cuando Ateo respiraba su aliento le llegaba a Estela, la estrella más baja del cielo. Cuando el dedo se iba a dormir, Estela velaba por sus sueños y el cielo brillaba según la sonrisa que cada noche tuviera Ateo. Ella estaba enamorada del dedo más inteligente que alcanzaba todos los detalles de la tierra pero se olvidó de mirar hacia arriba. Olvidó el cielo y allí estaba su amiga.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
"buscaba los momentos de silencio entre las personas para conocerlas mejor"...

Acho que assim que conhecemos as pessoas de verdade. É pena que poucas consigam ficam um bom tempo em silêncio ao lado de outra, sempre gastam esse tempo a dizer bobagens....

Saudades infinitas e um beijo...

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