Una vez cuando era pequeña y la oscuridad aún me daba miedo, me contaron un cuento para que conciliara el sueño, comenzaba así:
En un lugar muy muy lejano había una niña con hoyitos que era tan pequeña que cabía en el cuenco de una mano. Se llamaba Iris y como su nombre indica, tenía los ojos muy grandes para no perder detalle de la vida. Cuando ella nació mató a su mamá sin quererlo y se quedó para siempre con su papá. Un hombre grande como los osos de los libros que leía en el desierto. Se me olvidaba, eran de Algeria y tenía otra hermana con la que jugaba sin parar día y noche. Le gustaba chuparse los dedos y remojarlos en la arena para escribir lo último que había aprendido, aquella mañana escribió “ALEGRÍA” y cuando terminó se llevó a la boca el anular, como un gran escritor que acaricia su pluma con la lengua cuando acaba de escribir una buena novela. Retuvo un crick-crack entre los dientes y esperó a que llegase la hora de la comida, con ella apareció su padre con un conejo peludo al cuello. "Es la primera vez que un peluche me va a llenar la barriga", pensó la pequeña Iris que se subió encima de una silla para tocar aquel animal, primero la pierna; no se mueve, después la espalda; qué suave, hasta que llegó a la cara donde se detuvo en la boca, los dientes, los ojos y las orejas. Cuando le tocó las orejas le entró un ataque de risa y su hermana, más experta en temas culinarios, le explicó las partes útiles del animal para su alimentación.
Zafir preparaba la cazuela, con las verduras, el agua y el condimento y cuando el chupchup necesitaba la sustancia se acercó a las niñas y les pidió el juguete, estas le reprocharon unos momentos pero terminaron cediendo porque el hambre llamaba a la puerta. Cuidadosamente Zafir cortó las orejas al conejo y las limpió bien limpias. Quería continuar el juego y cuando estuvieron los platos hechos se presentó con una careta de cartón en la que había dibujado los ojos, la boca, las dientes y la nariz del conejo, también su pelaje, todo era plano menos las orejas que sobresalían de su cabellera. Las niñas rieron hasta no poder más y Iris se abrazó a aquel hombre-conejo y lo convirtió en burro. Un burro amable y cariñoso con aquella pequeña niña que escribía poesía en la arena, en el aire, en la cazuela de conejo o en la espalda de su padre. Una mujer-ave.
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